De las grandes historias que alberga nuestra provincia, una de las menos conocidas es sin dudas la de Hernán Ignacio Gensette, "El Matador de Burzaco".
Poseedor del fuego sagrado desde la cuna, sus padres lo tapaban con una mantita roja, lo que de alguna forma sería una de las posiles razones de su temprana afición por las corridas de toros.
Apenas superado el necesario período de aprendizaje necesario para que un niño comprenda mas o menos la realidad que lo rodea, Hernán descubrió la televisión, que sería la base de su formación profesional. Gracias al gusto de su madre por las novelas mexicanas, Hernán aprendió a interiorizarse desde pequeño en los ires y venires del oficio de Torero. Ya a los 3 años, Hernán pasaba mas de 18 horas diarias pegado a la caja boba, puliendo su saber con documentales, novelas, programas especiales sin Paenza, películas de Cantinflas y biografías relacionadas a su área de interés, que incluían la de Don Ramón y la de Felipillo Saldívar, de quien nos ocuparemos en otra oportunidad.
Durante los 3 años de jardín de infantes, demostró su maestría toreadora, o sea, se la pasaba esquivando a las maestras con un trapo colorado al grito de "Oleee". En este sentido, se lo puede considerar un adelantado y un pionero, pues gracias a estos tempranos logros miles de hombres aprendieron lo bueno de esquivar maestras jardineras, que sin ánimo de ofender, vienen cada vez mas pelotudas.
Para cuando entró en la primaria, Hernan ya vestía su uniforme a la usanza española, que había sido cuidadosamente cosido y adornado por su madre Helga Ortúzar Gensette. Se paseaba orgulloso, con galanura pese a su corta edad, por el patio de la escuela Normal 3 de Burzaco, ostentando el título de "Toreador Profesional" entre sus maestras. También ostentaba, entre sus compañeros, otros títulos: "El Puto ese", "El chico raro vestido de colores", "El hijo de Pedrito Rico" y "Monseñor Culo Apretado", aunque estos últimos no le daban orgullo.
En quinto grado tuvo la primera de las tres revelaciones que le afirmarían que su destino era ser torero: en una discusión con un compañero nuevo el primer día de clases, el inadaptado le revoleó una silla por la cabeza que Hernán puso esquivar con galanura en un "oleee" generalizado. En nombre de ese compañerito: Albertito Toro. Luego llegarían a ser grandes amigos.
Terminó abanderado la primaria, y cursó sin grandes problemas la escuela secundaria. Cabe mencionar que su manía por los trapos rojos y su apego por las prendas de torero hicieron que la única escuela en aceptarlo fuera el Hammerdschmit Gay College de Burzaco, un bachiller masculino con orientación en plástica, manualidades y cabeceo de ombligos. En dicha escuela todos eran muy aplicados y estudiosos, menos por cuestiones académicas que por llegar pronto al viaje de egresados.
A los 18 años, de sorpresa, el padre a quien jamás había visto volvió de un largo viaje al que había partido dos años antes de que Hernancito naciera. Haciendo cuentas, llegó a la conclusión que sería la segunda afirmación de su predestinada relacion con el mundo de la esquivada y de los cuernos.
Ávido de perfeccionarse y al fin poder poner en práctica sus saberes, emprendió un viaje por toda latinoamérica junto con un compañero de la secundaria, para embeberse de distintas técnicas y nuevos acercamientos al torerismo profesional. Dichos viajes se conservan plasmados en uno de sus dos trabajos escritos, "Diarios de motoneta". Su otra obra literaria, de índole más personal, se llama "Dos putos latinoamericanos", y su texto hoy se ha perdido.
Más de diez años duró su aprendizaje, que incluyó desde prácticas en plazas de toros mexicanas hasta un acercamiento Zen al torerismo de la mano de un Gurú del Tibec, que andaba de vacaciones en Macchu Picchu. Al fin, Hernan estaba listo.
Volvió para demostrar todo lo aprendido en su tierra natal. Y es aquí donde se encontró con un hecho que no había tenido en cuenta jamás: en Burzaco no hay un puto toro, ni en mil kilómetros a la redonda.
Sin esperanza y sin fe, se dió cuenta de que para sufrir han nacido los varones. Desgraciadamente tampoco era muy varón que digamos, así que perdió toda gana de vivir. Se recluyó solo y triste en un convento de curas, de la congregación "Dejad que los niños vengan a mi, mandádmelos bañaditos", donde se dedicó al celibato con el nombre de Hermano Gense Tenticuatro.
Un día como hoy, finalmente, salió de bañarse con las patas aun enjabonadas y se resbaló en la escalera, sufriendo un accidente que le costó la vida. Algunos historiadores consideran el hecho de que se mató envuelto en una toalla colorada como la tercer afirmación de su destino: Matador.
Hoy se conserva en el Museo Nacional de Burzaco su sotana agujereada, el manuscrito del relato de sus viajes, y su motoneta maltrecha con asiento banana.
Desde aquí vaya nuestro humilde homenaje a uno de los próceres menos conocidos pero mas pelotudos de nuestra patria grande y soberana.